Si usted ha sobrevivido a la Nochebuena, y al Burrito sabanero, no cante victoria que aún queda. ¡La Nochevieja, qué bonita! Bueno, según. Los únicos que no plantean debate son los niños. Pero, a día de hoy, me invitan a salir ese día, y prefiero que me elijan presidenta de una mesa electoral. El caos empieza con la cena. Parece el Gran Prix. Primero tienes que comprar las viandas y, por supuesto, las uvas. ¿Cómo las quiere, blancas, blancas sin pepitas, rosadas, rosadas sin pepitas, peladas, al natural? Cuando superas el primer round; segunda prueba, la búsqueda de accesorios, bolsa de cotillón, gafas con el Happy New Year... cualquier cosa vale en casa ajena, pero en la propia que a nadie se le ocurra tirar una serpentina. Hay que vestir ropa interior roja, llevar oro para meterlo en la copa. Y nunca da tiempo a cenar. ¡Txurri; hazme un sándwich con el cordero, que ya empiezan! Preparas las uvas y empiezas a contar; una, dos, cuatro, ocho... vale están todas. Coges un canapé. Y de repente, ¡zas! las vuelves a contar. Cuando por fin llegan las 12, siempre se oye lo mismo: Cla, cla, cla, cla… ¿Eso es la bola o qué?: Cla, cla, ding, dong... ¿Baja o sube el carillón? ¡Ah no, que son los cuartos! ¡Glup! No han dado las campanadas y ya tienes las semillas colapsando la epíglotis. ¡Qué estrés! Así que cuidado con las uvas y con los propósitos de año nuevo. Yo, desde luego, no voy a proponerme ninguno. Total ¿para qué decepcionarse a una misma? ¡Urte berri on!
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