Veo el trasiego de décimos y participaciones de la Lotería de Navidad a mi alrededor como quien ve repartir estampitas. Hace falta fe. Creo que perdí la mía porque lo primero que me tocó en la vida fue un lote de libros de texto en el sorteo de un supermercado. Ya es mala suerte. El ejemplar de química, con esa portada marrón oscuro, tristona, totalmente disuasoria, ese formato de ladrillo que hacía presagiar lo peor, esas páginas llenas de letras y números con tipografía minúscula sin un triste dibujito de una molécula en el que descansar la vista, me dejó marcada para siempre. “Si esto es un premio, me doy de baja”, pensé. Así que prefiero amasar croquetas y congelarlas que intentar amasar fortuna. Con ese agnosticismo me paseo con total libertad por los establecimientos habituales, comprando unos gallos o comiéndome un pintxo sin que el número de la lotería del local en cuestión se quede grabado a fuego en mi mente. Hay gente que no se sabe el PIN del móvil ni la talla de sus calzoncillos, pero memoriza décimos con facilidad pasmosa y no le queda otra que echar mano de la cartera –antes muerto que rodeado de agraciados– y otra papeleta al bolsillo. Están pegados tras multitud de mostradores, así que es imposible no verlos, a no ser que vayas a hacer los recados con un antifaz para dormir y un bastón. Visto como está el mundo, si un pepinazo nuclear no me hace cambiar de opinión, ya me siento afortunada.

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