Tragedias como la de Valencia nos retratan como seres humanos. Despiertan nuestra solidaridad. Algunos la manifiestan enviando en unos segundos una donación por bizum. Otros arriesgan su vida para tender la mano a un desconocido que está a punto de ser engullido por las aguas. Entre ambos, un amplio abanico, desde quien recolecta material hasta quien se desloma dando paletadas en el barro. Las tragedias despiertan también los peores instintos, el ¡Y tú más! de algunas autoridades, los saqueos, la búsqueda de crispación, de audiencia, de likes... Por la parte que nos toca, las catástrofes retratan a los periodistas, a los que ejercen como tales sin serlo y a sus superiores y medios. Quisiera pensar que la inmensa mayoría transmiten información contrastada, sirven de altavoz a las demandas y denuncias de los afectados y echan una mano, si pueden, a nivel personal fuera del foco. Pero en estos días he visto de todo: a un colaborador tirarse al suelo de rodillas para mancharse de barro antes de emitir en directo, un programa propiciando el reencuentro de una mujer y su madre octogenaria por supuestísimo delante de las cámaras, a una colaboradora que ha acudido como voluntaria llorando a lágrima viva en sus redes y preguntándose: Joé, ¿para qué he venido? y un torrente de bulos. Les sugiero dejar de ver sus programas, de seguir sus perfiles, de leer sus noticias, de visitar sus webs... Lo que sea menos meternos a todos en el mismo saco.
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