Estos son días fronterizos, como de far west donde coinciden el final y el principio de dos vidas. Y en blanco y negro, en un gris sin esperanza en los últimos soles de setiembre. Se agarran a esa prórroga del verano en la que no hay siesta, los pantalones cortos reposan ya en los armarios y las alpargatas han pasado a mejor vida porque el cáñamo no está hecho para el agua. Días en los que el común mortal al que retrasaron la jubilación se resiste a que se acerque el equinoccio de otoño y la noche dure lo mismo que el día por segunda vez en el año tras aquella que en marzo anunciaba sin embargo más luz que las sombras que ahora nos invaden. Sí, se termina el verano, se han ido las grandes fiestas aunque la juventud, rebelde siempre a lo establecido, se abrace todavía a la libertad estival en las últimas del calendario. Y vuelve el día a día que nos envuelve, nos empaqueta, con el lazo, más bien nudo, de lo cotidiano. Regresan la política, los consejos de gobierno, los parlamentos y los partidos que se tiran los trastos; retornan el PIB, el paro y el euribor, detalles de una economía que dicen que va como un tiro pero sienta como un disparo, las patronales y los sindicatos... y siguen ahí las guerras, las violencias, que no tienen fin. Sí, no andaba errado Elbert Hubbard cuando, ya en los albores del desarrollo de esta sociedad moderna que nos ata, dijo aquello de que quien más necesita las vacaciones es aquel a quien se le han terminado.
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