Ahora que ya solo aspiro a pasar a mejor vida, la del retiro, no interpreten mal; van y ponen sobre la mesa el caramelo de los cuatro días laborables. No doy una. Es lo que tiene ser una boomer. Que siempre llegas tarde a todo. Cuando estudiaba, no había becas Erasmus, nada de vivir experiencias flipantes en el extranjero, nada de bono cultural joven, ni viajes más baratos para exhibir la lozanía en el Interraíl o el AVE. Por no haber, no había ni bajas por reglas dolorosas, creánme, que de eso sabía un rato. Nada de ayudas por hijo, ni fomento de la natalidad con medidas fiscales, ni exaltación de la maternidad. Y la conciliación debía ser una señora (que vivía con doña corresponsabilidad) que ni estaba ni se la esperaba. Ahora andan enredados con la reducción de jornada a 37,5 horas semanales. Y de nuevo café para todos. Da igual que el personal lleve trabajando dos años ó 38. Parece necesario quitarle una hora a un treintañero para alargar la jubilación de un sexagenario hasta ni se sabe... Y de paso, todo el país de 8 a 3, que parece mucho más sensato. Vale, soy quejica. Es lo que tiene estar en ese mogollón de la pirámide poblacional en el que ya no cabe ni un alfiler. Crea incertidumbre. No se trata de competir por quién picó más piedra de joven, quién se comió más marrones, o quién tiene el futuro más negro, pero porfa, que me traigan la hoja de reclamaciones. La lleno ipso facto.
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