IBRAHIM tiene 11 años y todas las noches coloca un pequeño puesto de venta de galletas en una de las esquinas de Jemaa el Fna, corazón de Marrakech. En el barullo, ante el ir y venir de miles de personas y en la penumbra de esta caótica plaza, el pequeño aprovecha también para estudiar mientras trabaja. En mi reciente viaje a esta ciudad, una noche paré unos minutos delante de su puesto. Le quedaban apenas tres galletas y reconozco que a punto estuve de comprárselas, ¡pero no! Muy a mi pesar decidí no contribuir a que ese niño continuase trabajando en la calle, a su explotación laboral. Cerré los ojos, respiré hondo y con un nudo en el estómago pregunté a Ibrahim si quería comer algo. No olvidaré esa mirada, esos pequeños ojos de agradecimiento y su sonrisa. Por desgracia, el suyo es solo uno de los miles de casos que hay en el mundo. Según un informe de Unicef, actualmente hay 352 millones de niños y niñas entre 5 y 17 años trabajando. Y no es necesario irse hasta Marruecos para comprobar que se siguen vulnerando los derechos más básicos de los menores. También en Euskadi hay quienes todavía utilizan a los pequeños para provocar pena y sacar a cambio una ayuda económica. Los gobiernos deben ser rigurosos y actuar con firmeza para erradicar la pobreza que arrastra a los más débiles y les roba la infancia. Y nosotros, aunque cueste, debemos dejar de comprar galletas que no son dulces sino que están podridas.