NO podría sobrevivir sin él –en lo que subo al quinto me permite lo mismo pedir una cita médica que pagar una extraescolar–, pero me he resistido con uñas y dientes, como buena perra verde que soy, a poner uno en manos de los críos antes del instituto. Seguro que cuando sea viejecita no me llevan a comer rabas los domingos. A los móviles los carga el diablo y no hay nada más peligroso que un mono con pistola, que es lo que viene a ser un chaval sin la madurez, educación y concienciación digital suficiente con un smartphone. Porque el aparatejo es pequeño, pero puede convertirse con tan solo deslizar el dedo en un arma de destrucción masiva. A Almendralejo me remito. Decenas de menores “desnudas” con ayuda de la inteligencia artificial, a falta de la otra. No es una broma entre amigos. Es un delito y sus consecuencias pueden perseguirlas de por vida. Tampoco demonizo al dispositivo, aunque una vez aparece fagocita, como un Gargantúa sin fondo, horas de conversación con la familia, partidos de fútbol en la plaza y todo lo que se le ponga por delante. Hay cuadrillas de chavales que vuelven a casa los sábados sin saber con quiénes han pasado la tarde porque ni siquiera se han mirado a las caras. Los móviles también enganchan a los seniors. Algunos se lo pasan pipa mandando memes y audios a los hijos en horario laboral. A razón de uno por hora. Lo peor es que esperan respuesta. Con lo bien que nos iba con los SMS.

arodriguez@deia.eus