Todavía es verano, pero ya no lo parece tanto ¿verdad? Aquello de convertir la típica tormenta estival y dos días, tres si acaso, de viento y un tanto así de lluvia en algo con nombre para que parezca un tifón atlántico queda en el olvido de los archivos grabados de algunos informativos. Y lo de perjurar, apenas cinco días después, sobre el cambio climático que nos pone al grill porque el termómetro al sol de un mediodía de agosto ha superado los cuarenta grados apenas ocupa un sitio en la melancólica memoria de esas semanas que, año tras año, vuelan como si tuviesen cinco días en lugar de siete. Así que enseguida exageraremos de otras cosas. Bilbao está a punto de recuperar, mañana mismo, sus coches; de cambiar los turistas en bermudas por el paso apresurado de quienes van justos de tiempo camino de la oficina; de que se vacíen las tardes del Casco Viejo y se vuelvan a llenar los mediodías de García Rivero o Ledesma. No, no pretendo amargar este primer domingo septembrino convertido por los caprichos del calendario en el último de agosto. Pero todo lo bueno se acaba. Sí, también lo malo, sólo que lo bueno dura menos. Es el ciclo de la vida, de esta dichosa vida compartimentada que nos hemos inventado o que hemos dejado que nos inventen. “Es verano y la vida es fácil”, cantaba Ella Fitzgerald en Summertime. Tal vez. Pero aunque parezca verano, ya no es agosto.
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