EN estas fechas de escándalos en torno al fútbol, no quiero dejar de hablar de unos personajes con una integridad y una moral sin tacha. Entiéndase el eufemismo. Hablo de esos futbolistas que fichan por clubes de Arabia Saudí, que van a encerrarse en una jaula de oro, y por eso blanquean al país que ataca a población civil en Yemen, que más aplica la pena de muerte, y discrimina a las mujeres y a la comunidad LGTBI. Tras la fuga de Cristiano y Benzema, o más recientemente de Laporte y Neymar, el chorreo de figuras habituales de la Champions hacia Medio Oriente ha sido constante. Por cantidades aberrantes, y a base de un talonario estratosférico, un buen puñado de jugadores está dispuesto a lavar la imagen de los déspotas jeques del petrodólar. Todos, han preferido sumergir el bolsillo en el petróleo de una monarquía que ha tejido una tela de araña con cristales de Swarovski para tipos con pocos escrúpulos y menos conciencia. Primero, Catar compró un Mundial. Ahora, los magnates del Golfo Pérsico anhelan formar grandes plantillas en sus clubs con supuestos deportistas, antaño todopoderosos, que se convierten en marionetas por dinero. “Que vengan todos los cracks”, dice Cristiano Ronaldo –cobra 200 millones de euros por temporada– con la humildad que le caracteriza. El día que saque la cabeza de su propio ojete, verá que es solo un sirviente de los árabes. Eso sí c... pagado.

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