FORMABAN ya parte del fondo de armario de esos bolsos-saca de correos que portan algunas mujeres como sherpas y en el que todavía hay quien se encuentra un bote de gel hidroalcohólico fosilizado. Porque ese “¡Anda, la cartera!” del niño olvidadizo del anuncio de los donuts en los 70 mutó con la pandemia, la desescalada y el destape bucal callejero en un “¡Jod..., la mascarilla!” en las bocas del metro, al pie del tranvía o en la parada del autobús. Y, para qué nos vamos a engañar, en esos casos la que suele llevar mascarillas para toda su familia, los conductores y algún que otro pasajero despistado es ella, la del bolso-saca. La que ahora que se ha anunciado que en febrero dejarán de ser obligatorias en el transporte no sabe qué hacer con el excedente. Porque el coronavirus la pilló con el pie cambiado, pero en estos momentos tiene unidades para exportar a China mismamente y cerrar el ciclo. Las guarda en los bolsillos de los abrigos, en el neceser, en las mochilas de los hijos, en la guantera, en la cajonera del trabajo, en el botiquín y en la riñonera de las excursiones al monte. Nunca se sabe cuándo puede terminar uno en un ambulatorio. Pero ahí van servidos y solo hacen falta las del paciente y el acompañante. Así que se debate entre vender parte del stock en Wallapop o atesorarlas por si viene otra andanada de virus y se revalorizan. Mientras se decide, habrá viajeros que se vean por primera vez las caras. Igual surge un flechazo. Sonrían por si acaso.

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