EL desconsuelo emborrona la tinta con que deberíamos haber escrito la carta a los reyes con el siguiente encabezamiento: Deseos de cosas imposibles, tomando prestado el título de la mejor canción de La Oreja. El repugnante repunte de la violencia machista empuja a que subrayado en rojo sobre un folio en blanco, y poniendo el grito en cada mayúscula, haya una sola petición: NI UNA MÁS. Algo que, por muy magos y magia que hagan, no será. Tampoco por mucha ley ad hoc que se apruebe y por mucha ministra Robles que aproveche el momentum para tratar de sacar petróleo del barro. Tendrá que pasar alguna generación para que cesen los asesinatos contra las mujeres por el hecho de su condición de género. Basta apostarse en la cola de un cine o centro comercial para comprobar el lenguaje con que muchos padres, singularmente ellos, se dirigen a sus hijos, anécdotas en forma de germen de un patrón primitivo que contribuye a desarrollar conductas patriarcales y misóginas. No hay cámara de gas ni prisión perpetua que detenga por completo el frenesí de los seres, casi en su totalidad hombres –resulta infame la discusión–, dispuestos a segar vidas, condenarlas al azar y a dejar almas en pena. ¡Claro que debe mejorar el sistema de protección! Pero si no enterramos el acervo (ideológico) que nos ha llevado a realimentar esta tragedia, la rueda mortal del contador seguirá girando y no habrá renglón para la esperanza ni en la posdata. Nos compete a todos.

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