EL otro día descubrí en el pasillo de un bazar chino, bom, bom, bom, al niño que no dejaba de “joder con la pelota” de Serrat. En concreto, con una de baloncesto, bom, bom, bom, que botaba con la misma rapidez, bom, bom, bom, que un jugador de la NBA. Unos metros más allá su madre, embebida entre los cuadernos de colorear, bom, bom, bom, le instaba a que parase con el mismo poder de convicción que el gato de la suerte de una estantería. “Como sigas así, nos vamos”. “Sí, por favor”, bom, bom, bom, pensamos la dependienta y yo. No leo la mente, pero me apuesto el importe de la factura de la luz a que lo pensó, bom, bom, bom. “Como no pares, va a haber consecuencias”. La primera, que la dependienta y yo vamos a chutar el balón tan fuerte que va a encestar en el Bilbao Arena aunque nos partamos el pie porque, como ya he dicho, bom, bom, bom, era de baloncesto. La historia, no lo flipen, no tuvo giro de guion. Terminó con la madre pagando y punto pelota. El domingo, sentada a una mesa dentro de un bar me ladró un perro más alto que yo –si me pongo a cuatro patas, quiero decir– en el mismísimo cogote. ¡Guau, guau! Casi se me sale el corazón por la boca y aterriza en el plato de rabas y eso sí que no. A quien pone reguetón para todo el vecindario, “Dime que esta noche yo soy tu bebé”, le diría de todo, menos eso. Menos mal que en la categoría de voces humanas nadie nos gana a decibelios. Un irrintzi, ni a la suela de la babucha.

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