ESPERO, les digo a mis amigas y amigos, que estas vacaciones no me haya pasado con los selfis, las autofotos que muestran cómo nos gustaría ser o, más bien, cómo nos gustaría ser vistos. A ser posible con una sonrisa de oreja a oreja para que no tiemble la dictadura de la felicidad que impera en las redes. Vivimos en una sociedad donde hay que demostrar a los demás que tenemos una vida perfecta o que estamos mejor que ellos. Y se ve claramente en esas imágenes, con la tendencia a enseñar lo bien que lucimos, lo lejos que hemos llegado, y exhibir solo nuestra parte exitosa. Postureo y superficialidad a partes iguales. La fiebre por el yo estuve allí, no pertenece solo a los idiotas que se matan en el intento de capturar una instantánea subiéndose al rascacielos más alto. Este verano ha llegado también a los pavorosos incendios donde la peña ha posado poniendo morritos y en plan cool. Luego, plataformas como TikTok o Instagram han potenciado la dismorfia del selfi, con pacientes que acuden a las consultas de los cirujanos plásticos para parecerse a las fotos que publican de sí mismos después de pasar trescientos filtros de belleza. Con un solo clic transforman radicalmente su fisonomía, creando unos ojos más grandes, labios prominentes, pómulos marcados y body de toma pan y moja. Es el nuevo estándar de belleza digital con el que compite la realidad. De verdad, espero no haberme pasado. l

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