O describió Vladimir Nabokov, guardameta antes de erigirse en afamado novelista: "El portero es el águila solitaria, el hombre misterioso, el guardián de los sueños". Su trabajo es el de un penitente, condenado a redimirse por los goles que inevitablemente encaja. Siempre solo frente a lo inesperado y a sus temores, una figura trágica confinada en su cárcel de cal. Una pifia, como la mayúscula que orquestó Unai Simón antes de su desquite, le puede acompañar el resto de su carrera. Que se lo pregunten a excelsos arqueros como Arkonada y el cuero que se le coló entre piernas en la final de la Eurocopa'84, el desliz de Zubizarreta frente a Nigeria, o la cantada de Barbosa ante el uruguayo Ghiggia que patentó el maracanazo de 1950 y persiguió al brasileño de por vida. A la inversa, el inglés Gordon Banks sacó en la línea un prodigioso cabezazo de Pelé en 1970 y esa acción quedó como la mejor parada de la historia. Quizás le queden muchas del estilo pero camino de ello fue el balón que el meta del Athletic le sacó al croata Kramaric, y antes a Gvardiol o luego a Budimir. Pero el joven de la cima de Altube dio más una lección vital al enseñar a los más pequeños el valor de la persistencia sin dejarse llevar por el drama y el derrotismo. Un derroche de personalidad aun a riesgo de saber que mañana le pueden caer chuzos de punta o volver a salir el sol. El "puto amo", como un día le definió Gaizka Garitano, y por ello hoy el sueño de muchos niños es ser Unai Simón.

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