OMOS de obedecer mucho cuando contamos con referentes, cuando hay miedo o puro interés, que es esa falsa obediencia que es todo menos ciega. Estamos hartos, sí. Hartos de la retórica, de la escasez, de las cosas que no entendemos. Luego están los que crispan como deporte, que es otra obediencia que se ofusca, la que enciende la mecha en un campo regado de gasolina. Esto ya lo hemos visto y detrás está siempre el futuro de bolsillos rotos. Yo en mi caso obedezco mucho y continuamente pero no porque me lo digan los demás sino por los demás. La desobediencia siempre tienen ese brillo de rebeldía con o sin causa que deja a los obedientes en estado de mansedumbre pero respetando mucho y es lo que nos pasa, que ya le hemos perdido el respeto a todo, al virus, al toque de queda y a la clandestinidad de las comilonas en casa. Cuando hacemos esto perdemos el respeto, no a las autoridades que nos marean sin rumbo, sino a nuestros padres, a nuestras madres y a nuestros mayores que, como grandes dianas de la epidemia, obedecen como lección y pasaporte para sobrevivir a esto. Mientras tanto, cunde el descontento y hay que expresarlo rompiéndolo todo y contagiando al grito de libertad, como los que en la anterior crisis pedían pan y futuro, que es justo lo que subyace. El bien común empieza a ser ya el bien más preciado aunque sea a base de pura aprensión. Lo han visto precisamente los que miran con los ojos bien abiertos. Y sí, obedecen.susana.martin@deia.eus