EL pasado fin de semana se respiraba cierto ambiente de euforia en los corrillos de playas, bares y calles: “Ya está aquí El Lunes”. Uno podría pensar que toda esas teorías sobre los síndromes psicológicos por el fin de las vacaciones de verano tienen una base real y que el personal debe estar triste y pseudodeprimido en puertas de volver a su trabajo y dejar atrás la buena vida de la que ha disfrutado a tiempo parcial. Pero no, la gente estaba risueña. El lunes iba a ser El Lunes. Es cierto que la felicidad nunca es plena y que casi siempre remolonea e insiste en llegar a plazos: “Esta semana, solo de mañana, ¿no? Bueno, enseguida entraremos en horario de mañana y tarde. ¡Qué gozada! ¡Qué ganas!”. Alguien que escuchara estos comentarios podría pensar que vivimos en un país de adictos al trabajo, de gente que está deseando que vuelva la normalidad previa a las vacaciones, que anhela esas jornadas en las que uno sale de casa a las 8.00 de la mañana y no vuelve hasta las 17.00 horas, para tomarse una ligera merienda y volver a rendir como un jabato en las otras actividades complementarias que buscamos para prolongar la dicha de estar ocupados y, sobre todo, fuera de casa. Pero no, no se trata de eso. El Lunes no era el día de la vuelta al trabajo. El Lunes era el día de la vuelta a la escuela; primero de mañana, sí, pero pronto de mañana y tarde, con comedor incluido y con las extraescolares acechando para más gloria. La dicha de El Lunes no la superan ni las mejores vacaciones.