Los que acumulamos unos cuantos decenios recordamos primero a Alfonso Guerra y luego a Alfredo Pérez Rubalcaba controlando con mano de hierro hasta la última mota de polvo que flotaba en Ferraz o en cualquiera de las sucursales territoriales del PSOE. El sevillano, guardando siempre las espaldas de un Felipe González con el que no se llevaba tan mal como proclama la leyenda, acuñó una frase que se hizo ley para cualquier aspirante a pillar un trocito de poder y la traducción monetaria correspondiente: “El que se mueve no sale en la foto”. Avisados los posibles revoltosos, sobre todo en los años en que las cosas fueron bien, no se oía un murmullo entre las huestes del partido que fundó Pablo Iglesias Posse. El cántabro, que no por nada era conocido como Rasputín, asesinó –políticamente, se entiende– sin perder la sonrisa a cualquier sospechoso de desobediencia. Como está documentado, no se inmutó cuando se cargó de un plumazo todas las esperanzas políticas de su muy querida Carme Chacón. Pero lo de Pedro Sánchez, como estamos viendo desde que recuperó el timón del partido del que le habían echado literalmente a patadas, deja a los dos mentados en aprendices. Me ruborizo al recordar que hará una docena de años yo lo llamaba Ken porque, como otros tantos (empezando por Susana Díaz), lo consideraba un guapín sin fuste. El tiempo nos ha enseñado que aquel mindundi escondía dentro, amén de una ambición infinita, un liquidador implacable capaz de quitarse de en medio a cualquiera que pueda suponer un obstáculo para lograr sus propósitos o, según los casos, sus caprichos. A la larga lista de defenestrados se acaban de unir prácticamente de una tacada los barones de las delegaciones madrileña, castellanoleonesa y andaluza, sustituidos por los fieles lamebotas Óscar López, Carlos Martínez y María Jesús Montero, que en el fondo de su ser deben tener presente que el mismo que les ha dado el juguete puede quitárselo el día menos pensado.
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