Como les suelo contar cada año por estas fechas, soy un ávido consumidor de los mensajes navideños, primero del hoy asilado de oro en Abu Dabi y, desde hace un decenio, de su “preparado” vástago. Me hago cargo de que se trata de una pulsión muy difícil de comprender, así que ya ni me esfuerzo en explicar unos motivos que, en el fondo, ni yo mismo acabo de entender. Espero, eso sí, no ser sospechoso de veleidades ni remotamente monárquicas, porque creo haber dado sobradas muestras de no tenerlas. Por lo demás, este vicio que dejó de ser inconfesable hace tiempo acarrea sus ventajas. A las cabeceras digitales del Grupo Noticias les sirve para tener asegurada la crónica de la cosa sin recurrir a las notas de agencia (da igual Efe o Europa Press) que cien de cada cien veces van escoradas a favor, muy pero que muy a favor, de la causa borbonesca. Este humilde plumilla, que tampoco tiene problemas en reconocer su sesgo en el sentido opuesto, trata de aportar una interpretación de colmillo no sé si retorcido, pero seguro que un tanto revirado. Así, en el apunte a vuelapluma de hace dos noches, subrayé en el titular que, conforme a lo previsto, el usufructuario de la corona española había tirado del comodín de las consecuencias de la dana para, en realidad, atizar un soplamocos a la clase política española. En concreto, y sabiendo perfectamente que esas iban a ser las palabras de su plática que se destacarían, criticó el “constante ruido de fondo que impide escuchar el auténtico pulso de la ciudadanía”. ¿A quién se refería en concreto? A todos y a nadie. Aunque se ha señalado la autoría de un nuevo amanuense para el discurso, el truco volvía a estar (insisto en que acumulo trienios tragándome estas chapas) en la calculada y tramposa ambigüedad. Los dos partidos que, pese a todo, siguen siendo turnistas y cortesanos hasta las cachas, además de no darse por aludidos, señalarían al otro al aplaudir con las orejas una prédica que de nuevo tiraba la piedra y escondía mano.