PARECE que no hay consulta a las bases de un partido que no se salde con menos de un 90 por ciento de respaldo a la propuesta de la cúpula. 95,74, concretamente, en el caso de la militancia de EH Bildu, cuya ejecutiva había sometido a su consideración –por vía telemática, que esa es otra– si apoyaba que la coalición votase en contra de la Ley vasca de Educación. Sin perder de vista que, en realidad, menos de la mitad de los llamados a votar se han pronunciado, mi primera curiosidad es sobre lo que ha llevado a un 3,01 por ciento a mostrar su discrepancia. La segunda es cuántas de las personas que han participado en la votación conocían todos los pormenores del proyecto de ley o siquiera los aspectos fundamentales que refleja el texto.

Me quedaré sin saberlo, del mismo modo que temo que tampoco jamás llegaré a conocer las verdaderas razones por las que, después de haberse mantenido contra viento y marea en el consenso transversal haciendo un enorme ejercicio de responsabilidad, EH Bildu ha decidido bajarse del tren justo cuando estaba a punto de llegar a su destino. Estoy lo suficientemente escarmentado en los intríngulis de la política del terruño como para no creerme ni de broma que el estrepitoso desmarque se debe al comodín sobado de los modelos lingüísticos. Cualquiera que no quiera engañarse en el solitario (y eso incluye al PSE, que se ha empeñado en que figure el camelo en la ley) tiene claro que los tales modelos están superados desde hace mucho. Así que eso no ha sido. Entonces, ¿se trata de la cercanía de las elecciones? Me cuesta creer que el vértigo haya entrado por eso. De hecho, le doy la vuelta al argumento: la ciudadanía premiaría en las urnas el esfuerzo por el acuerdo en una materia tan decisiva. En realidad, tanto da lo que opine un humilde juntaletras como el que suscribe. Lo que importa es que, pese a todo, la ley saldrá adelante.