VA corriendo el calendario hacia el punto de no retorno que ha marcado EH Bildu. Si el 21 de noviembre la coalición soberanista no tiene una respuesta sobre los dichosos modelos lingüísticos, votará en contra de la ley vasca de Educación. De entrada, plantar un ultimátum a modo de puñetazo en la mesa no parece la forma más constructiva de hacer política. Menos, después de tres años de trabajo codo con codo para sacar adelante una norma en la que, literalmente, nos jugamos una parte importante del futuro de las nuevas generaciones de vascas y vascos. Pero la clave está en lo que significa la respuesta que se solicita: no se aceptará otra que no sea la que satisfaga al cien por cien sus demandas. O, en plata, la que compre con los ojos cerrados su propuesta y nada más que su propuesta del punto a la cruz.

Quedan dos semanas para arreglarlo, aunque si se mantiene la tónica que hemos visto en los últimos meses, me inclino al pesimismo. Es probable que me pierda algo. O mucho. Pero la postura de EH Bildu empieza a parecer la búsqueda de una excusa para romper el pacto educativo. No resulta fácil de explicar que se tome la cuestión de los modelos para convertirla en el punto crítico del todo o nada. De sobra saben los negociadores, tanto los que se empeñan en incluirlos como los que hacen bandera de desterrarlos, que estamos hablando de un significante sin significado. Es decir, de un mero objeto para la batalla política (o politiquera), de modo que se pueda acudir a las parroquias respectivas –la de PSE y la de Bildu, en este caso– a presumir de haberse salido con la suya y de defender firmemente los principios.

La auténtica pena es que la ley, incluso aunque salga adelante por la mayoría aritmética de los dos socios del Gobierno Vasco, nacerá débil. Pero si así ha de ser, que sea, y que cada palo aguante la vela de su responsabilidad… o de irresponsabilidad.