SIGO sin haber visto el célebre documental que ustedes saben. Hice un tímido intento por persona interpuesta, pero como pinto más bien poco en determinadas esferas, no conseguí el objetivo. Pueden llamarme cínico, pero recibí la negativa con más alivio que frustración. Por lo menos, no se podría decir que no lo había intentado, pensé, mientras en mi fuero interno celebraba que me libraba de enfrentarme a un producto que ni fu ni fa. Ya les dije aquí mismo al principio de la gresca, que me importaba una higa lo que tuviera que decir un personaje como el tal Urrutikoetxea al que tengo empollado desde hace lustros. Y menos, si el papel de intermediario lo ejerce alguien que seguramente será un grandioso comunicador, pero que tiene un concepto casi infantil sobre nuestra sangrienta trifulca histórica. Que haya proclamado que esperaba “un discurso más conciliador” de su interlocutor retrata, más que su candidez, su desconocimiento.

Pero, qué leñe. Dios o quien sea escribe recto en renglones torcidos, y al final, el pifostio de bolsillo que se ha montado alrededor de la pieza ha surtido el interesante efecto de mostrarnos una vez más cuánto se parecen los tirios y los troyanos. Los incendiados censores que pretendían evitar la exhibición de No me llame Ternera bajo la acusación de blanqueo de un terrorista y de ofensa inadmisible a las víctimas han sido superados en cerrilidad por nuestras huestes más patrióticas que, habiéndolo visto o no, han decretado que el reportaje de Évole presenta la versión del estado opresor y supone una falta de respeto a los héroes que han luchado por Euskal Herria. Son tales para cuales.