He visto estos días atrás cuatro o cinco mensajes de malotes perdonavidas revolviéndose contra los llamamientos a ir a votar. Eternos adolescentes, generalmente con la vida resuelta por el mismo sistema al que lanzan sus inofensivos salivazos, sostienen que cada cual sabrá lo que tiene que hacer y que sobra la pelmada de los partidos —de todos sin excepción, apunto yo— sobre lo importante que es que haya una alta participación. Compartiría la diatriba si no fuera porque el punto de partida es radicalmente erróneo. Por desgracia, no es verdad que cada cual sepa lo que tiene que hacer. Si verdaderamente la abstención obedeciera a una decisión consciente y meditada, no habría nada que objetar. Llevo decenios defendiendo, de hecho, que no votar es otra forma de votar. Eso sí, siempre que se asuman las consecuencias, que en no pocas ocasiones, se traducen en propiciar gobiernos del disgusto de quien ha preferido no depositar su papeleta en la urna. Es un poco cínico y ventajista quejarse luego.

Pero, como trataba de apuntar unas líneas arriba, lo que la realidad viene certificando es que el aumento casi sistemático de la abstención se sustenta en varios factores. El primero, que da para pensar, es que desde siempre hay una parte importante de las capas sociales económicamente más débiles que vive totalmente al margen de los procesos electorales. Y luego está esa mezcla de apatía perezosa o pereza apática de los que, después de dedicar tres segundos a pensarlo, se refugian en los clásicos “son todos iguales” o “si es que no sirve para nada”. Ni se plantean que están dejando que los demás decidan por ellos.