AYER se cumplieron veinte años del impacto de los primeros misiles Tomahawk estadounidenses sobre objetivos iraquíes. Es imposible no recordarlo sin aludir a lo que llevamos viviendo a dos horas de avión desde hace un año. Aparte de las canas y las arrugas que nos han nacido en estos dos decenios, hay algunas cosas que son diferentes. La primera es que entonces casi nadie tenía la menor duda de que estábamos ante la invasión injusta de un país soberano por parte de unas fuerzas militares de indudable corte imperialista. Hoy, sin embargo, muchos de los que con más ímpetu gritaban su denuncia callan o directamente justifican a la Rusia expansionista que está masacrando al pueblo soberano de Ucrania. Para más vergüenza, el honesto y sincero grito de “¡No a la guerra!” ha pasado a ser consigna de quienes culpan a los agredidos del castigo que están recibiendo y les instan a rendirse en nombre del diálogo y la diplomacia.

Más allá de los paralelismos con la actualidad, la guerra de Irak retrata la inmoralidad de una generación de dirigentes occidentales que no dudaron en utilizar una inmensa mentira –la de las “armas de destrucción masiva”– para sembrar la muerte y la destrucción en un país que bastante tenía con estar sometido al dictador sanguinario Sadam Huseim. Por lo que nos toca más de cerca, es especialmente nauseabundo que el único de aquel siniestro trío de las Azores –Bush hijo, Tony Blair, Aznar– que no ha reconocido el inmenso error y la terrorífica injusticia de todo aquello sea el expresidente del Gobierno español y todavía líder espiritual de la derecha cañí. Y ya no lo hará.