NO puedo decir que me sorprenda en absoluto que la Justicia argentina haya anulado el procesamiento a Rodolfo Martín Villa por delitos contra la Humanidad. Si somos sinceros con nosotros mismos, bastante ha sido que la causa se haya mantenido abierta a lo largo de tantos años. Era lo más a lo que podíamos aspirar: la incomodidad para el señalado y, como bien mayor, que la cuestión sustancial –los crímenes sin aclarar del franquismo y el posfranquismo– se mantuviera viva y fuera objeto de atención pública. Aunque hubiéramos soñado con otro desenlace, una vez que la Justicia española se había lavado desvergonzadamente las manos, no era lógico pensar que una magistratura que está a un océano de distancia fuera a desfacer la tropelía. Hasta me parece un logro que la decisión final se haya dilucidado por dos votos a uno.

Por eso insisto en que no debemos ceder a la tentación del desánimo. Poco hubiéramos sacado en limpio de la entrada en prisión –por otra parte, legalmente inviable– de un señor casi nonagenario. Quedémonos con la sentencia simbólica: se ha acreditado que Martín Villa, tenido como uno de los padres de la sacrosanta Transición española, tuvo algún grado de responsabilidad tanto en la matanza del 3 de marzo de 1976 en Gasteiz como en el asesinato de Germán Rodríguez a manos de la policía en los Sanfermines de 1978. Y todavía es más importante el hecho de que, gracias a la querella argentina, muchas personas de las generaciones que no tienen edad para recordarlo, se hayan enterado de que la modélica democracia española se construyó sobre un manto de impunidad.