AESTAS alturas del tercer milenio, hay que ser muy lerdo –voluntariamente lerdo, quiero decir– para negar el calentamiento global y sus tremendamente evidentes consecuencias. Incluso para las mentes más escépticas, hace ya mucho tiempo que la cuestión dejó de ser teórica y científica para convertirse en una realidad que nos sale al encuentro cada día. Las temperaturas extremas y los descomunales incendios de estas semanas parecen una prueba más que suficiente. Aún así, siguen quedando tipos cerriles –y, en algunos casos, con representatividad política y/o asiento en tertulias– que no se apean de las letanías habituales: “El monte ha ardido todos los veranos” o “Siempre ha habido olas de calor”, por ejemplo.

Señalado lo anterior, y puesto que lo cortés no quita lo valiente, no puedo dejar de apuntar que vengo observando una utilización tan o más cuñadil del fenómeno. Y también en políticos con y sin responsabilidad institucional y opinateros de postín. Sinceramente, me parece un error combatir un simplismo de brocha gorda con otro del mismo percal. Me explico: el cambio climático existe, ya lo he dicho, pero no puede ser esgrimido a modo de comodín como único culpable de todos los males. Así, a Pedro Sánchez le quedó muy bien el titular “el cambio climático mata”, refiriéndose a la muerte de un brigadista que luchaba contra el fuego en Zamora, pero, si somos honestos, sabemos que el presidente estaba ocultando los otros factores de los salvajes incendios que nos asolan. Que le atañen a él, por cierto. Por ejemplo, el abandono de las poblaciones rurales y las inversiones insuficientes en prevención.