Dicen las cifras que el alquiler en Indautxu vale el doble que en Iturrigorri, como si los sueños pudieran medirse con reglas de arquitecto y firmarse ante notario. Así está el mundo: unos barrios elevan sus balcones al cielo de los precios, mientras otros siguen anclados al arrullo gris de las cuestas humildes, donde las vecinas aún se saludan por el nombre y el pan se compra sin ticket.

En Indautxu, los cafés tienen nombre de vanguardia, las estanterías de las librerías huelen a papel caro y los alquileres rozan el delirio como si cada piso fuera una suite de hotel en París. Uno no alquila un piso, alquila la ilusión de estar a salvo de la intemperie del mundo, como si el código postal pudiera lindar la existencia.

Pero en Iturrigorri —ese rincón donde las aceras conocen el paso lento de la vida y la ropa se tiende aún al sol sin vergüenza— el alquiler todavía se parece a lo que fue: un acuerdo tácito entre quien tiene un techo y quien tiene el resto del mes por delante. Esas diferencias no las dicta solo el mercado, sino la memoria: Indautxu vive de su presente, pero Iturrigorri sigue resistiendo con el peso de lo vivido.

Ahora bien, mientras los precios bailan su danza desigual, hay una coreografía más silenciosa que empieza a deshacerse: la del alquiler mismo. Cada vez menos gente alquila. Quizá porque los sueldos no llegan, quizá porque la incertidumbre se ha hecho carne. La idea de vivir de prestado se torna insoportable cuando se presiente que el futuro también lo será.

Alquilar hoy es como escribir con lápiz una vida en una servilleta, con la conciencia de que en cualquier momento vendrá el camarero a retirarla. Por eso tantos jóvenes —y ya no tan jóvenes— flotan en ese limbo donde no pueden comprar, no pueden alquilar y apenas pueden habitar. Viven en tránsito, como sombras con WiFi.