Armagedón en el contexto religioso tan vigente en días como estos, con la muerte del Papa Francisco, y particularmente del Apocalipsis de Juan, es el nombre de un lugar donde se profetiza que se librará una batalla final entre el bien y el mal, también conocida como la batalla del día del Señor. Este término se ha extendido a una lectura laica y a un uso más general para referirse a cualquier catástrofe o situación de desastre final. Ayer cuando llegó el fin del mundo de una duración aproximada de un par de horas largas, con la pérdida de la electricidad, el oxígeno de nuestro tiempo, dio la impresión de que todo tocaba a su fin.

¿Qué pensaría la zona alta de Rekalde, expectante por la llegada de la OTA a sus tierras, cuando vio que la esperanza podía saltar por los aires por culpa de un corte de suministro tras tantos años de espera? Es difícil saberlo. O mejor dicho, es complicado explicarlo aquí con el lenguaje que usaron algunos de quienes vivieron a pie de calle ese mediodía en el que el pueblo pensó, qué sé yo, que estallaba la Tercera Guerra Mundial. 

Por un lado, la OTA. Por otro, la oscuridad. A Rekalde le han llegado las dos cosas el mismo día, como si la modernidad y el caos hubieran pactado una cita en la zona alta del barrio y se hubieran presentado sin avisar, con sus mejores galas y la peor de sus intenciones. La OTA -ese tótem urbano que algunos veneran y otros abominan- se instala en las calles con la promesa de facilitar el aparcamiento, mientras el barrio se queda sin luz, sin neveras, sin microondas y, sobre todo, sin paciencia.

Hay algo de ironía cósmica en que un apagón general coincida con el debut de los parquímetros. Como si Rekalde, con su aire de barrio que se resiste a los ritmos de la city, estuviera mandando una señal: si vamos a pagar por aparcar, al menos déjennos hacerlo con las luces encendidas. 

Porque el ciudadano bilbaino, tan dispuesto a colaborar cuando se le convence con argumentos y no con multas, lo primero que se pregunta no es cuánto cuesta la hora azul, sino si va a poder pagarla con una aplicación que depende de un móvil sin batería, en una calle sin farolas y un bar sin wifi.

La escena, por momentos, fue tragicómica. Vecinos preguntándose si la OTA también se apaga cuando se va la luz ahora que viene la hecatombe. Vendrán días más serenos y lo juzgaremos con otros ojos.