EL campo, tan atractivo cuando se visita a modo de escape de la gran ciudad, no cautiva cuando se convierte en fábrica u oficina, no llama la atención a las nuevas generaciones que no ven un justo equilibrio entre el duro trabajo y los beneficios que de él se extraen. Observen que la escasa juventud que recoge el testigo es más bien heredera de un estilo de vida que conocen bien. Conseguir que la gente que no ha vivido en sus particulares condiciones apuesten por las explotaciones agrarias como el cabo Cañaveral desde el que despegue su vida es milagroso.

Las explotaciones agrarias, aquel que fuera pilar fundamental de nuestra economía y cultura, se enfrentan hoy a un sinfín de dificultades que parecen multiplicarse como las malas hierbas en un campo descuidado. En un mundo donde la inmediatez y la rentabilidad parecen ser los únicos mandamientos, los agricultores y ganaderos se ven atrapados en una encrucijada que, a menudo, parece no tener salida.

Quienes viven de cerca la decadencia hablan del cambio climático, los precios y la burocracia. El cambio climático no es solo un concepto abstracto que se discute en conferencias; es una realidad palpable que afecta cada cosecha, cada siembra. Las sequías extremas y las lluvias torrenciales se han convertido en compañeros indeseables. En un mercado globalizado, los pequeños agricultores luchan por sobrevivir ante la competencia desleal de grandes corporaciones que pueden permitirse vender a precios irrisorios. La paradoja es cruel: mientras el consumidor busca productos frescos y de calidad, el productor se ve obligado a sacrificar su margen de ganancia para poder competir. Y no olvidemos la burocracia, ese monstruo de mil cabezas que consume tiempo y recursos. Atrapan en un laberinto de normativas y requisitos que, en lugar de facilitar su labor, la complican.