CON frecuencia, la televisión, internet, la prensa o la radio envían un mensaje de prevención acerca de los peligros de usar demasiado los dispositivos electrónicos. Es normal que aparezcan advertencias de peligro –un par de tibias y una calavera, si quieren una imagen gráfica...– para los progenitores sobre los riesgos que corren sus hijos por pasar mucho tiempo frente a una pantalla. Incluso, es común escuchar a personas de generaciones que crecieron sin estos equipos hablar sobre cómo han dañado las relaciones sociales.

Es tendencia cierta denuncia cuando se aborda el tema del uso de la tecnología. Sin embargo, y casi a la vez, crece el uso intensivo de esta. Salta, por tanto, una pregunta inevitable: ¿Los móviles modificaron nuestro cerebro, nuestra forma de vida? ¿Podemos hablar de un lenguaje moderno o, al menos, de una forma de expresión propia del siglo XXI? Esa es la impresión que queda, pero lo cierto es que en una sociedad electrodomesticada como la actual no queda más remedio que adecuarse a los tiempos y buscar el uso ventajoso de la tecnología.

Veamos el cara y cruz del uso de las mismas en la relación entre diversas generaciones, A nada que los padres tengan cierta edad se produce un choque de corrientes: mientras la juventud es nativa digital la gente adulta hubo de adecuarse al nuevo ritmo y, claro, la relación de ambas generaciones en este ámbito son complejas. Javier Echarri y Jon Alonso han buscado la fórmula para que ambas partes vean las ventajas y dificultades de este mundo, que ya no es nuevo. Por una parte, el smartphone puede facilitar el aprendizaje, promover la vida social, la autoestima y la autonomía. En el extremo contrario, el uso problemático de estos aparatos –pornografía temprana, ciberbullying o sedentarismo...– puede deteriorar la calidad de vida de modo significativo. El uso es, ya está dicho, inevitable. El cómo es imprescindible.