QUIENES han sido testigos de algo así aseguran que la Grand Départ, el célebre arranque de un Tour de Francia, está investida por el aura de una fiesta que honra a los dioses, los ciclistas que veintitantos días después llegarán al Arco del Triunfo, algunos de ellos malheridos y otros con una sonrisa de oreja a oreja; muchos satisfechos con la fuerza que le llevó y cada uno de ellos con su historia: victorias parciales que se saldaron por centímetros para los que tienen, como Ulises, los pies alados, escapadas que acometieron aquel día que les sopló el viento de la aventura; trabajo a la sombra de los equipos para que le de la luz a sus líderes; cicatrices por una caída al descuido... Todo de eso pasará, no lo duden. Pasa siempre. Cada año.

Pero la Grand Départ está en los orígenes. A ella llegan inmaculados y con los sueños intactos. Y a su alrededor una caravana festiva y muy trabajada que los jalea. Este año, ya lo sabemos, la cuna para el despegue se sitúa en Bilbao. Poco a poco se va revelando cómo será todo. El gran desfile de los 22 equipos ya tiene un recorrido diseñado. Saldrán del Euskalduna, dirigiéndose por Abandoibarra hasta la explanada del Guggenheim, con una vía de retorno por el muelle Ramón de la Sota. Quienes lo han visto en alguna ocasión destacan la emoción de los rostros, como la de aquellos hombres que partían hacia la guerra durante tantas y tantas veces en el siglo XX. Habrá música incesante, grandes pantallas y la admiración de un pueblo que ama el ciclismo por encima de muchos otros deportes. Ya estamos inmersos en la aventura, ya nos barniza su espíritu. La ciudad se beneficiará del espectáculo y de los gastos que generará tanta y tanta gente que cubre este recorrido. Mirémoslo con asombro y, por favor, no tratemos de sacar ventaja con el abuso sobre los visitantes. No seamos así.