EL proceso de impeachment abierto a Donald Trump tras la aprobación el jueves por la Cámara de Representantes de los cargos de abuso de poder y obstrucción al Congreso contra el presidente de Estados Unidos reúne y refleja dos de las principales desviaciones que vienen minando los fundamentos de las que se consideran democracias consolidadas. Por un lado, el propio presidente, tanto en los actos que en el desempeño de su presidencia le han llevado a juicio político en el Senado -sus intentos de presionar al presidente de Ucrania, Volodimir Zelenski, con fines electorales- como en sus reacciones a las iniciativas parlamentarias que han culminado en su procesamiento, muestra un rotundo desdén, cuando no desprecio, por la prudencia y el discernimiento mínimos que se exige a quien ostenta el poder derivado de la representación que otorga el ejercicio del sufragio universal. Dicha actitud, que ni es nueva en Trump ni se ciñe únicamente a su persona o a Estados Unidos, supone desdeñar tanto las estructuras de equilibrio del poder en un estado democrático como los mecanismos que controlan las desviaciones en el mismo. Hasta el punto, incluso, de intervenir en su configuración o ignorar sus determinaciones, lo que constituye un menosprecio a la misma democracia y retrata la consideración que de la misma tiene quien así actúa. Por otro lado, el resultado de la votación en la Cámara de Representantes y el que ya se anuncia en el Senado, es decir, el cierre de filas demócrata a favor del impeachment en la cámara baja y el de los senadores republicanos -53 de los 100 cuando la destitución del presidente precisa de 67 votos- para sostener a Trump muestran el corsé que las estructuras de los partidos y la dependencia electoral de las mismas, especialmente en casos de bipartidismo consolidado, construyen en torno al ejercicio de representación que (sobre todo pero no solo) los sistemas electorales por circunscripciones encomiendan a los candidatos. Una y otra rémora democráticas, con la complicidad de las crisis socioeconómicas a las que en tantas ocasiones contribuyen, no son así ajenas a las desviaciones que se contemplan en las democracias desarrolladas y que comprenden tanto una limitación de derechos que se han tenido por fundamentales como una peligrosa legitimación de las políticas populistas que históricamente han llevado a cuestionar e incluso a arrumbar la democracia.