EL Acuerdo del Consejo de Gobierno para defender el Estatuto de Gernika en su 40 aniversario frente a quienes promueven su incumplimiento, que aprobó en su reunión de ayer el Ejecutivo presidido por Iñigo Urkullu, no se queda en la crítica, lógica y nítida, a la utilización desleal e interesadamente partidista del Senado en la moción aprobada por el PP el día 20 instando a no cumplimentar las transferencias pendientes. Ni se ciñe a la exigible defensa de la ley básica que articula nuestro autogobierno y establece la relación actual entre nuestro país y el Estado, además de contribuir a la convivencia de los distintos sentimientos de pertenencia insertos en la sociedad vasca. La declaración del Consejo de Gobierno, con una ajustada lectura del transitar histórico de las reclamaciones competenciales realizadas por Euskadi al Estado desde la misma aprobación del Estatuto, viene asimismo a responder a la necesidad de desmontar lo que solo puede considerarse falacia e ignorancia por parte de quienes promovieron o respaldan la moción que cuestiona el catálogo de transferencias y lo circunscriben, como hizo ayer mismo la secretaria general del PP vasco, Amaya Fernández, a una óptica nacionalista o le achacan el origen de supuestos privilegios o de desigualdad territorial. Lo primero cae por su peso puesto que ese catálogo no es sino el presente -tras sucesivas actualizaciones en 1995 y 2001 de las prioridades de negociación- del Informe de Transferencias elaborado en enero de 1992 por Presidencia del Gobierno vasco, aprobado por el Parlamento Vasco en julio de 1993, incluyendo los votos del PP, y asumido por el Senado en septiembre de 1994 cuando instó al Estado a cumplir “las previsiones contenidas en el Estatuto de Gernika en materia de desarrollo autonómico, tomando como base el Acuerdo el Parlamento Vasco, de 1 de julio de 1993, en cuanto documento que expresa la voluntad de las fuerzas políticas vascas”. Lo segundo, la pretensión de homogeneización que pretende negar la diversidad implícita a la estructura autonómica, es tanto como desoír al Tribunal Constitucional cuando (STC 69/1988 y otras) rechaza la capacidad del Estado para dejar “sin contenido o inconstitucionalmente cercenadas” las competencias autonómicas. Y ambos a un tiempo no son menos que la negación, cuatro décadas después, de los consensos más básicos alcanzados en 1978.