el PNUD (Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo) ha presentado el Informe 2019 sobre Desarrollo Humano. Este Informe incluye todos los años el muy popular listado de países catalogados por su Índice de Desarrollo Humano. Este año Noruega, Suiza e Irlanda se colocan en cabeza, mientras España se queda en el puesto 25, entre Eslovenia y Francia.

Tanto o más interesante que este listado suele ser el estudio de fondo que lo acompaña, que cada año se dedica a un asunto diferente. El año pasado se trató un asunto técnicamente apasionante: los medidores, índices e indicadores que miden el desarrollo. Este año se ha centrado en un tema de una actualidad política global máxima: la desigualdad.

Y es que, a pesar de que la comunidad internacional ha dado pasos importantes en los últimos años en materia de lucha contra la pobreza, las enfermedades y el hambre, y ha avanzado en materia de universalización de la educación o el acceso al agua potable, sin embargo la percepción de las desigualdades dentro de cada sociedad crea una inconformidad creciente que se refleja en revueltas y protestas.

“La desigualdad -nos dice este informe- no es solamente la diferencia de ingresos entre una persona y su vecino. El problema radica en la distribución desigual de riqueza y poder.” Esto es más complejo de lo que parece.

A veces parece que se habla de desigualdad cuando lo que subyace es una incomodidad, un rechazo, un malestar que procede más de la incertidumbre que de la propia desigualdad. Quizá deberíamos hablar más de perplejidad ante un mundo sin seguridades.

El mundo ha cambiado mucho y, tal como recuerda el informe, “las capacidades que la gente necesitará para competir en el futuro inmediato han evolucionado”. Por esa razón elementos que antes se podían considerar un lujo, como la educación terciaria y el acceso a Internet, se perciben hoy como de primera necesidad.

Este informe propone una visión de la desigualdad que ya no se mide por ingresos “no puede reducirse a una contraposición entre países ricos y países pobres, ni medirse únicamente por los ingresos de una persona”, una visión de la desigualdad que va “más allá de los ingresos, más allá de los promedios y más allá del presente”.

En ocasiones puede coincidir una mejora de ciertos parámetros objetivos, como la reducción de la pobreza extrema, el aumento del acceso a la educación o la mejora de la igualdad de género, con un aparentemente paradójico aumento de la percepción de injusticia.

El informe nos habla de “la era de la ansiedad”, donde aspectos como el cambio climático o los desafíos tecnológicos de la inteligencia artificial y las tecnologías digitales no han hecho más que asomarse. Sabemos que las formas del estado de bienestar van a cambiar y tememos que a peor y nos inquieta, con razón, esa perspectiva.

Y es que hay ciertos aspectos más subjetivos o de percepción que el ingreso o el acceso a servicios en estas nuevas desigualdades. El informe habla de dignidad para lo que otros denominan reconocimiento o identidad. Este informe nos habla de un mundo que no entendemos y no soportamos, de esa incertidumbre por un futuro que sabemos está ya aquí. Añoramos la certidumbre de las respuestas fáciles: de ahí que a menudo prefiramos que nos mientan. Es el momento de Trump, de Johnson o de los populismos, de izquierdas y de derechas, que nos reconfortan diciéndonos que somos buenos, inocentes y víctimas, y que hay otros (los banqueros, los políticos, los inmigrantes o los pobres, cualquier cosa sirve) que tienen la culpa de lo que nos pasa.