esta semana se han cumplido 75 años del Desembarco de Normandia. El año pasado hice con mis hijos el recorrido de las playas de Utah, Omaha, Gold, Juno y Sword. Seguramente muchos de ustedes han visitado el Cementerio Norteamericano y memorial en Colleville-Sur-Mer. Sigue impactando. Impresionan las miles de tumbas, en ordenadas, cuidadas, limpias, blancas interminables hileras. Golpea también en el alma la visita al más discreto Cementerio Canadiense de Dieppe, donde ya en el 42 se realizó el primer ensayo de desembarco en el que dejaron la vida casi 1.000 canadienses.

Debemos reconocer y agradecer a quienes vinieron de lejos y se metieron en semejante ratonera en las playas de Normandía y se expusieron al riesgo máximo, al sacrificio máximo, al miedo y al dolor, para liberar Europa del fascismo.

También hay quien quiere matizar. Desde la historia más seria hemos conocido en los últimos 20 años obras, como la de Olivier Wieviorka, que cuestionan el carácter clave del desembarco y hasta de la participación norteamericana en la Segunda Guerra Mundial, haciendo recaer el máximo del mérito de la victoria aliada en los infinitos sacrificios soviéticos. Otros historiadores, como James Holland, nos hablan de los límites técnicos e industriales de la maquinaria militar alemana.

Frente a los excesos de Hollywood es bueno reconsiderar la multiplicidad de aportaciones que derivaron en la victoria aliada, desde el tesón británico, a los que debemos el mérito único de haber resistido solos a Hitler, hasta los muertos, contados en decenas de millones, en el frente oriental, pasando por las cuestiones económicas o industriales.

Pero desde la ventaja que da el toro pasado, desde el privilegio de la información que hoy tenemos y que no pudieron conocer los protagonistas en su momento, algunos se permiten, desde la atalaya de la libertad ganada por la sangre y el valor de otros, el miserable ejercicio del relativismo y del ventajismo de quien nada arriesga porque ya otros lo ganaron por nosotros.

Así hay quien, desde la ignorancia y el prejuicio, cogiendo cositas de aquí y de allá, dan la vuelta a la historia, le quitan su incertidumbre esencial su carácter impredecible, y deciden que para el 44 la guerra estaba ya terminada. Es fácil decirlo ahora y corregir a quien se puso frente a las ametralladoras en las playas de Normandía o en los bosques de las Ardenas cuando todo estaba aún en juego y la historia abierta a muy diversos desenlaces.

Un político de izquierdas español nos cuenta en su tuit, por ejemplo, que “Hitler de facto había perdido ya la guerra frente al Ejército Rojo en Stalingrado un año antes”: es su forma de celebrar el aniversario de Normandia. También nos podría haber explicado que el Ejército Rojo comenzó la guerra de hecho como aliado de Hitler mientras el Reino Unido resistía casi sin esperanza. O que sin el sacrificio posterior de millones, el trabajo no se habría terminado. Pero no me interesa aquí su izquierdismo pueril de salón o la banalidad al ejercer una libertad de expresión de la que no habría gozado de haber vencido Hitler o Stalin o una alianza de ambos. Hablo de algo más básico: la falta de reconocimiento ante el sacrificio de quienes dieron la vida por nuestra libertad.