LOS equívocos incendian la agotadora precampaña del 28-A. A la causa contribuyen pirómanos en un contexto político enardecido por la incertidumbre propia de un pulso electoral más abierto que nunca a las conjeturas, pero abocado irremediablemente a una peligrosa polarización de difícil convivencia. El retrato de ese campo de cultivo propicio para agitar las redes sociales y las tertulias de griterío entre dos bandos cada vez más aislados. Posiblemente desquiciados por la intimidación de unos sondeos que advierten con insistencia de una pugna tan igualada que solo cabe esperar una degeneración de los mensajes. Quizá llegue hasta el rastrero recurso de un insondable descenso a los bajos instintos para la búsqueda desesperada del voto.

Pablo Casado sigue jugando con fuego porque va al límite mirando al retrovisor de Santiago Abascal. Bajo semejante ofuscación, a la que no son ajenas el impacto anímico de unas previsiones desquiciantes, es hasta comprensible que se trastabille hablando de los embarazos. Un día se tropieza con el trasnochado debate del aborto y otro dispara la alarma del sentido común con el cambio de cromos de un niño por un sin papeles, mucho más propio de la xenofobia de Vox, que acaricia el primer puesto holgado en Ceuta y Melilla. La sacudida de semejante bomba de relojería obligó al mejor orador del año, según la Universidad Miguel de Cervantes, a recurrir al tópico manido de la fake news, de la mentira de esos rojos periodistas. Para entonces, el efecto boomerang, de esos que dejan marca, ya era imparable.

En la misma acera, Ciudadanos transita chamuscado por culpa de esos deplorables cambalaches internos tan impropios de un partido concebido sin pecado original para el regeneracionismo democrático. Albert Rivera ha hecho de su travestismo ideológico la casa común del resentido ávido de seguir suspirando por su cachito de poder.

En el caso de Nafarroa es distinto. Aquí se dejan sus principios en el cajón de los hermanos Marx -“el Convenio, el Cupo son unos privilegios a extinguir”- y se revisten de otros -“acabar con un gobierno de independentistas”- sobre todo cuando en el resto de España le pregunten por tamaño transformismo. A UPN le vale todo en la creencia de que este tripartito de derecha -¿Vox irá por libre para asustarles todavía más?- le acercará a la gloria.

Pablo Iglesias podría explicarle a Esparza que uno más uno no son dos en política, al menos cuando lo intenta la izquierda. Le ocurrió al incorporar a IU pensando en alcanzar el sorpasso y acabó en un sonoro fracaso que, de paso, alentó el verso suelto de Iñigo Errejón. Ahora, Unidos Podemos bastante tiene con buscarse a sí mismo para taponar una sangría incesante que puede comprometer la suma de escaños para la mayoría de Pedro Sánchez. El reciente divorcio de En Marea ensombrece más aún las expectativas, muy debilitadas en el resto por el llamamiento al voto útil.

En el PSOE, sin embargo, otean el horizonte con la tranquilidad del viento a favor y el eco propagandístico de cada viernes. Sin otra piedra en el zapato que la venganza de Susana Díaz para conformar unas listas de leales, en el Gobierno siguen apostando por el valor simbólico de la exhumación de Franco y así arrancar de su apatía a esa legión de abstencionistas. La decisión de fijar una fecha para llevar los restos del dictador hasta El Pardo con un gobierno muy posiblemente en funciones puede quedar en un brindis al sol si prospera el recurso de la familia. A Sánchez no le importa. En su estrategia tiene descontado que para entonces ya se habrá cobrado los réditos de una decisión tan embarazosa como ideológica y a la que ningún otro presidente demócrata se había atrevido.

Para ese 10 de junio quizá ya se conozca la sentencia del procés y también la suerte política de Carles Puigdemont, desnudado en sus oscuras intenciones por la implacable declaración judicial del testigo José Luis Trapero. Aquel major, icono del 17-A y referente inmaculado para el independentismo catalán del compromiso policial frente a la militarización española, en realidad pensaba que el conseller de Interior era un irresponsable y, más aún, había dispuesto todo el operativo necesario para detener al atribulado presidente de la Generalitat y a su gobierno porque entendía que no se estaba cumpliendo con la ley. Paradójicamente, los Mossos tenían un plan para defender el orden jurídico. Rajoy y Soraya, en cambio, nunca se atrevieron ante tan embarazosa situación.