ACE un puñadito de años, los funcionarios del Registro Civil de las Personas, en la ciudad de Buenos Aires, se negaron a inscribir el nacimiento de un niño. Los padres, indígenas de la provincia de Jujuy, querían que su hijo se llamara Qori Wamancha, un nombre de su lengua. El Registro argentino no lo aceptó por ser nombre extranjero. Es cierto, parecen de otro mundo. Como lo parece la vieja casa que resiste en Zorrotzaurre, que se niega a que la civilización se la lleve por delante. Tal vez no lo parezca; tal ve lo sea. Quizás el siglo XXI, que viene con su fiesta por delante, no tenga ojos para el siglo XX y todos los padeceres que sufrió para hacerse todo un señor siglo, con sus guerras y sus descubrimientos; con su conquista de los cielos y con el imposible domar de la naturaleza, que, de cuando en vez, saca la rebeldía y dice: ahora no. Y trae consigo un terremoto o un volcán; un tsunami o una inundación. Ahí esta la casa de Zorrotzaurre, al natural, tal y como se construyó. No quiere ser extranjera en su suelo y, si prestan atención, pueden oírle: ahora no, ahora no.

La pena está en los porqués. No se defiende un edificio así por su belleza o por el corazón que palpita en su interior. El bloque tuvo, es un suponer a la vista de la palmera y el limonero del jardín que, por supuesto, no son árboles autóctonos aquel espíritu indiano tan propio del ayer. Hoy resiste, no por un empeño de la propiedad en vivir en ese señorial edificio, sino porque las tres voces cantantes no se ponen de acuerdo. Uno, al parecer, entiende que el beneficio de que puede extraerse es grande y se empeña en una resistencia partisana. La segunda voz, más pragmática, está dispuesta a vender a nada que llegue una oferta sensata y cabal y el tercero tiene el corazón partido entre ambas posturas.

Se defiende porque lo defiende Andrés, por el interés. El mismo que predican los okupas que, aprovechándose de esa discordia, han tomado al asalto esa hermosa bastilla. Se cuelan por las rendijas del edificio y por esas otras de la ley, que no parece capaz de sacarles de esa bella ratonera, si me lo permiten decir así. Ellos también tiene su interés propio, un techo bajo el que cobijarse que tapan con plásticos; un espacio donde caerse muertos -los más violentos y reaccionarios tomarían esa expresión al pie de la letra con tal de quitárselos de encima...-; un punto de encuentro entre pobres. Lo dicho, Andrés es el culpable de todo.