VANZA el calendario hacia unas nuevas fiestas de Navidad y todo está en cuarentena, por mucho que se anuncie la llegada del estallido de luz que adornará Bilbao como solía. No se sabe si podremos juntarnos a comer con la gente de la oficina o con la cuadrilla con la que, en según que casos, sólo te cruzas de uvas a peras; se pide el regreso del uso obligado de las mascarillas a ras de suelo y aquello que se anunció, hace unos días, de que iba a celebrarse de nuevo un Santo Tomás festivo cada día parece más cercano a ese regalo imposible que se añade en la carta de deseos a Olentzero. Como el hijo adolescente que pide un coche y se encuentra con una scooter.

Al parecer hoy se encenderán las luces, esas que convierten a las ciudades en una suerte de esas naves espaciales que aparecían en las películas de los años ochenta del pasado siglo. Y ya saltan a la vista la pista de patinaje y el tobogán que están preparados para recibir, desde mañana, la invasión de la más tierna infancia. ¿Se podrá quedarse uno boquiabierto con las luces dentro de tres o cuatro días? ¿Rebosarán de niños y niñas los 800 metros cuadrados de pista de hielo ecológico y el tobogán de 6 carriles, como una de esas mastodónticas autopistas alemanas o estadounidenses? ¡Quién lo sabe! Lo único cierto es que las circunstancias obligan a estar ojo avizor, que no serán una Navidad relajada sino tensa. Habrá que jugar como lo hacían los viejos tahúres del Mississippi: con dos barajas. Moverse con toda la precaución del mundo y disfrutar de cualquier tiempo libre que quede disponible, una vez tomadas todas las precauciones, que no van a ser pocas según anuncian desde los laboratorios y los hospitales. En los despachos de gestión de la ciudad están inquietos, intranquilos. No quisieran, claro que no. Pero sospechan que como esto siga retorciéndose volverán a colgar esa cartel que dice: "Cerrado por tristeza".