ISTAS con mucho tiempo atrás, las ciudades se erigen sobre tierras ganadas a la naturaleza en estado salvaje: a los bosques y campo fértiles o a los mares salvajes. Cambió el paisaje de la mano del hombre y es este, el propio hombre, quien ahora anhela las viejas vistas, la paz que subyace cuando a uno le rodea la madre naturaleza. Hasta tal punto que donde antaño sembró hormigón, cristal y asfalto quieren, queremos, que ahora arraigue el tilo plateado.

Recordarán que en aquellos días de cautiverio, cuando los seres humanos sobrevivíamos en reclusión, vimos pasar por nuestras calles a corzos y jabalíes. Nos parecía una escena de película pero era algo parecido a esto: la naturaleza reclamando sus espacios. Pura reconquista.

Es curioso que todo aquello -las construcciones, las carreteras, los semáforos donde antes se erguían los robles o un Hyundai por donde cruzaba un lobo...- lo hicieron, lo hicimos, en nombre de la civilización. Y es la misma civilización, algo más madura ya, la que siente la necesidad de conectar de nuevo con la naturaleza, como si nos hubiésemos cansado del gris paisaje.

Vistas las obras que van a acometerse ahora en la calle María Díaz de Haro no cabe otra que pensar en aquella visión del profeta, Eduardo Galeano, que nos decía algo así como "aquí está la civilización que confunde a los relojes con el tiempo, al crecimiento con el desarrollo y a lo grandote con la grandeza, también confunde a la naturaleza con el paisaje, mientras el mundo, laberinto sin centro, se dedica a romper su propio cielo". Hablaba Galeano como si no hubiese remedio, como si leyese el testamento de un mundo difunto. No debe de detenerse uno en una mirada tan drástica. Nuestro futuro no debe, no puede, ser un capítulo terrorífico de cualquier novela de Stephen King. Hemos de ser conscientes de que el crecimiento tiene techo pero el desarrollo, que es otra cosa, es infinito. ¡A por él!