S algo sosprendente eso que ocurre con demasiada frecuencia cuando se libra el debate político o en torno a la gestión: desde una orilla se ve la ciudad hecha un pincel y desde la otra no faltan quienes la ven hecha un cuadro. Tal distorsión en la mirada no es algo propio de tiempos difíciles como los actuales, cuando aún azotan los vestigios de la terrible tormenta de la pandemia, no. Es algo común a todos los tiempos. Las comunidades que gobiernan ven la luz al final del túnel y las que aspiran a hacerlo solo denuncian oscuridad. El resto, el común de los mortales, acudimos al espectáculo asombrados. Probablemente ahí, a pie de calle, es donde pueda ubicarse el punto medio, la verdad de las cosas.

A toda esta buena gente que tiene una vocación pública -y pese a lo que puedan pensar muchos, no tengo duda que quienes se dedican a la política municipal mantienen esa voluntad...- conviene recordarles aquello que nos dijo André Maurois: que solo hay una verdad absoluta, esa que asegura que todas las verdades son relativas. Uno les escucha el cruce de reproches, las medallas y los castigos severos, y piensa que no será todo tan extremo. Se diría, por las formas, que libran un combate y no entablan un intercambio de ideas.

La verdad es que visto desde fuera de los despachos se sintió que Bilbao detuvo su marcha tiempo atrás, paralizada. Eso es cierto. Tanto como se percibe que la ciudad se ha puesto en pie y que en la calle se respira ya una vida más alegre, un optimismo parecido a ese que uno se imagina que tienen los náufragos cuando tocan tierra firme y, pese a saberse en una isla desierta, comienzan a construirse una vida nueva. Bien es sabido que la mejoría tiene sus ritmos. Hay que buscar el punto de trabajo en común porque... ¿Qué ser humano que se precie de serlo no quiere mejorar el mundo?