A desde las primeras horas del día hubo un extraño influjo que todo lo tiñó de gris, por no decir de negro de noche cerrada, antes de que el Athletic se pegase un bofetón morrocotudo contra el muro de las lamentaciones rojiblancas, esas finales de Copa que se resisten a un desenlace feliz. No merece la pena ahondar más en la desgracia de ese tipo que se zambulló en las playas de asfalto, lanzándose desde un semáforo hasta el descalabro. Bastante desdicha tiene el hombre con llevar a cuestas para el resto de su vida el sambenito de tonto del bote. Porque aquel salto al vacío, aquel bote hacia los infiernos, no merece que se hurgue más en la herida. La de su cuerpo, machacado, y la de su amor propio, hecho fosfatina al saber que su gesta está grabada para los restos.

¿Fue ese el más triste preparativo del día? Me temo que no. Todo lo vivido aprovecha, de una u otra forma. Y ese tipo habrá aprendido que el más difícil todavía es un asunto de circo y que a él le corresponde el papel de payaso en la pista. Todo tiene ganancia, digo, excepto para los fanáticos y los imbéciles, estirpe a la que es posible que pertenezcan los que decoraron la tarde, llenando las horas de espera para la final, echas de ilusión y esperanza, de fuego y rabia. No son capaces de vivir en sociedad si el pueblo no se doblega a sus necios intereses. Queman entonces contenedores, arrojan piedras y joden la diversión del personal a costa de su feo desahogo. Estaba medio Bilbao cantando y brindando por la salud del Athletic, con las manos alzadas al cielo como si quisiesen, quisiésemos, atrapar y alzar el trofeo de Copa antes de tiempo, y aparecieron ellos, los tristes cuervos que se regodean en la carroña. Tienen, intuyo, un coeficiente intelectual similar al del hombre del semáforo. Lo digo porque en escenas como la de aquel sábado hicieron una demostración de sus capacidades. Cuando un dedo apunta al cielo, el tonto mira al dedo.