A llegado la línea roja, esa frontera cuyas condiciones son temidas del uno al otro confín, como diría el poeta Espronceda mientras cantaba. Vista la disposición de la población, en no pocas ocasiones poco dispuesta a la defensa, uno entiende que los pueblos rivalizarán para poseer tan valiosa joya, la vacuna, capaz de descubrirse dentro de sus fronteras. Entre ellos se entabla la guerra por la búsqueda de una solución con una pregunta que pesa sobre las demás: ¿Quién decide quién va a vivir? ¿Quién decide quién va a morir? Vistas como están las cosas y cual es la situación actual, uno sospecha cuál será el desenlace, un pandemonium con todo el mundo en busca de la salvación por sí mismo, como un ascua separada de la hoguera.

Vistos los números de última hora, Euskadi acaba de comprobar que el coronavirus se salta las barreras con facilidad. No porque sus habitantes sean, seamos, ciudadanía frágil en la defensa, sino porque es un pueblo que avanza a base de relaciones, y las relaciones, en las actuales circunstancias, son casi una quimera si uno quiere salir del embrollo con las manos limpias y los análisis impolutos.

Vista la costumbre y la realidad, acercarse a la barra de un bar ha perdido esa aura mágica que tanto nos atraía. Tanto que hemos llegado al punto de acercarnos a pedir un zurito con la misma precaución que un cirujano pide unas pinzas desinfectadas en medio de la intervención. Está escrito en el libro de nuestro porvenir que no hay salida para la vida en común a la que estábamos acostumbrados. Los números cantan, nos advierten los gobernantes, visto el incremento de contagios. Casi sería mejor decir que los números lloran, porque la hostelería hace cuentas con un rictus de pavor en el rostro. Intuyen que más pronto que tarde vendrán a decirnos que se acabó la fiesta, que no habrá permiso para cruzar a las tierras de la celebración con un brindis y un puñado de abrazos.