LEGADO el día más esperado de los últimos tiempos, la instauración de la llamada nueva normalidad, tan diferente a la vieja, resulta complicado el manejo de la realidad tal y como se debiera, según dictan quienes están encargados de marcar las pautas. Ha sido tanto tiempo de inacción que parece que se nos haya dormido la pierna del día a día, con ese tan reconocible cosquilleo, y nos falle el pie al intentar levantarnos. Es posible eso o que seamos presa de ese fenómeno que ataca a la adolescencia cuando suena el timbre de fin de clase: salir en estampida.

Lo preocupante en este caso es que buena parte de la ciudadanía no tiene dormido órgano alguno ni los 15 años, mi amor. Y sin embargo actúan con las mismas formas. Le piden a uno un uso sensato de las mascarillas que han de llevar encima por hábito y da la sensación de que ven ese mecanismo de defensa y prevención como un complemento que han de combinar con el cinturón o el pañuelo o como un grillete que llevan colgado de la oreja, la hebilla del pantalón, la muñeca o el codo, como lo llevan los magos del escapismo: colgando. Llevar la mascarilla en el bolso, junto al pintalabios y el teléfono móvil, o en la cartera, traspapelado entre informes, tampoco es un recurso.

Veamos ahora la actitud. Está San Jorge que ha vencido al dragón o quien teme el vuelo de una mosca de tanto oír la letanía de las amenazas y el salmo de los peligros. Ambas actitudes desembocan en el turbulento mar de los Mandos Perdidos. Usando como metáfora el triste accidente de ayer, en el que un vehículo se estrelló contra la fachada de El Corte Inglés con el piloto desvanecido (esperemos que salga de esta el hombre...), queda la sensación de que han o hemos perdido los mandos de la situación. Nos movemos en ella a lo loco, como si el joystick que nos guía no obedeciese. Tanta paciencia que tuvimos y tanta prisa hoy.