L día de ayer dio la excusa perfecta: hizo un calor insoportable, ¿están conmigo? Tomo nota de ello porque a la hora de la compra -yo la hago en el mercado de Labayru...- la inmensa mayoría de quienes llenábamos la cesta se quejaban, nos quejábamos, de las dificultades a la hora de coger ese aire espeso tras el filtro de la mascarilla. Hasta tal punto llegó el asunto que una ciudadana se marchó a casa para... ¡meter la protección en el frigorífico y bajar más tarde! No la esperé y no sé si la triquiñuela tuvo efecto.

Hasta ahí llega la anécdota del día pero bastó con que la mujer expresase su protesta en alto (en realidad, la inmensa mayoría de los presentes sufríamos de similares rigores...) para que se desatase una tormenta de lamentos. Ese fue el quid del día, el detonante que le lleva a uno a pensar que las quejas de esta época son inagotables. No hay mascarillas para todos y no hay quien viva con ellas puestas; los bares estaban cerrados y ahora es una vergüenza la colonización de las terrazas; no podemos mantener el comercio cerrado pero tampoco podemos abrirlo en las condiciones actuales; hay personas que se saltan las normas de la convivencia controlada y protestan al ver cómo otros u otras hacen lo propio en otra faceta de la vida. En la playa, si ir más lejos. Se quejan o se han quejado todos, los sanitarios y los pacientes que hicieron guardia con enfermedades de segunda página (la primera página, ya saben para quién...); los amantes del fútbol porque no hay, y cuando sí, porque no pueden ir; los niños porque hace calor y los atletas por el madrugón. Todos.