ES sorprendente: en tiempos de epidemia, la salud de uno solo nos alienta. Hoy, cuando el coronavirus se ha convertido en el mayor cataclismo de lo que se lleva consumido de siglo XXI, basta con mirar por el retrovisor del tiempo y al echar la vista atrás, como diría el poeta, uno descubre que las epidemias han tenido más influencia que los gobiernos en el devenir de nuestra historia. Al fin y al cabo, la humanidad ha estado peleando contra plagas desde el inicio. Siempre ha sido igual: el miedo se ha propagado a la misma velocidad o mayor que la enfermedad, como si echasen un esprint en la recta de meta.

Los médicos de las escuelas clásicas lo repiten desde hace siglos: el secreto para tener buena salud es que el cuerpo se agite y que la mente repose. Hoy las cosas van al revés: en cuanto se intuye el más mínimo riesgo, le piden a uno que el cuerpo pare en una cuarentena seguida a rajatabla y la cabeza no para de dar vueltas, con un son machacón: "Qué pasará, qué pasará", insiste, como una pobre canción de moda. En los primeros días decían, decíamos, que todo esto era una cantinela, una monserga exagerada. A medida que los ejércitos del virus avanzan esa sensación deja paso a otra. ¿Cuándo parará la progresión?, se preguntan hoy los que ayer miraban con desdén aquellos días.

Es imposible estar al día en este asunto. Uno tiene la tentación de escribir algo sobre los centros educativos de Gasteiz cerrados a cal y canto, pero para cuando ustedes leen esta reflexión igual son ya las fábricas o los centros comerciales. Todavía hay gente que habla de una edad coronavírica a la hora de valorar los riesgos pero tampoco ahí conviene bajar la guardia. Lo mismo uno está pensando, con el periódico en la mano, que tiene treintaytantos y... ¡cof, cof!