AQUÍ en la calle, donde hace tanto frío laboral como en cualquier aula de nuestras inmediaciones, queremos lo mismo: que nos recoloquen cuando las cosas van mal, que nos garantice un futuro que en no pocas circunstancias es más bien incierto. Por eso, cuando al parecer las negociaciones entre las dos partes del conflicto escolar -el profesorado y las empresas, para más señas...- han limado asperezas las cosas se vuelven duras de roer para la tercera parte en juego: el alumnado y sus familias. Que levante la mano quien no desea que le recoloquen en otra empresa cuando la suya cojea, en otro medio de comunicación cuando su periódico se queda sin lectores; en otra frutería cuando en su barrio han dejado de comer mandarinas.

No quieren ir un día más a la huelga, dicen. Ni les cuento lo que piensan los afectados con los daños colaterales que, sin tener culpa alguna en la discusión, se encuentran con una reivindicación que, siendo comprensible (todo el mundo anhela esa garantía de esquivar el paro esté como esté el mercado...), suena casi a ciencia ficción. ¿Acaso la clase trabajadora de la siderometalúrgica no quiere lo mismo? ¿No sería justo que uno garantizase su futuro en la hostelería aunque el consumo, qué sé yo, de cervezas, baje?

Señores profesores, señoras profesoras, ustedes piden el último paso, lo sé, pero a ojo de los profanos eso es una utopía. Qué más quisiéramos todos que tener ese salvavidas a nuestras espaldas, ese colchón protector. Claro que cada nacen menos criaturas cada año. Menos escolares, sí. Pero también menos consumidores para el día de mañana, menos usuarios de servicios, menos de todo. No sé si lo he entendido mal o si ustedes no han sido capaces de explicarse con más claridad pero la imagen que transmiten es, para muchos de quienes sufren su decisión, incomprensible.