NO faltaron quienes tras la renuncia de ETA a la violencia política vaticinaron un complicado futuro para sus presos, poco menos que relegados al abandono y al ostracismo. Se equivocaban. Casi diez años después y sin solución de continuidad, los centenares de personas encarceladas por su vinculación con la organización armada han protagonizado por sí o por agentes interpuestos un papel evidente en la escena política. Cierto es que para la mayor parte de la sociedad es casi desconocido lo que acontece en el seno del colectivo EPPK, aunque lo cierto es que el número de presos y presas ha disminuido sensiblemente, que en goteo permanente -y exasperante- algunos van progresando de grado, algunos van siendo acercados a prisiones menos alejadas de sus domicilios y otros, en fin, van accediendo a la libertad cumplidas día a día sus largas condenas.

Independientemente del desenlace personal de cada uno, la referencia a ese colectivo persiste en manifestaciones a fecha fija, recibimientos, homenajes, reivindicaciones, posicionamientos políticos, negociaciones o, lamentablemente, desenlaces fatales que conmocionan a amplios sectores de la sociedad vasca. Es el caso de Igor González, ya desvinculado del EPPK y de su pasado violento, que decidió suicidarse en la cárcel de Martutene cuando por ley debería ya haber accedido al tercer grado penitenciario. Como era de esperar, su muerte causó la lógica conmoción social y desencadenó una alta tensión política al declarar en un pleno del Senado el presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez, que lamentaba "profundamente el suicidio de un etarra en la cárcel". Si lo dijo, ya lo dijo. La compasión de Sánchez desató las furias de PP, Ciudadanos y Vox, sumándose a los improperios colectivos de víctimas y editorialistas de la caverna.

Una vez más, el tema de los presos de ETA ha vuelto a ser actualidad, una actualidad teñida de crispación, de odio, de venganza, de sectarismo y de impotencia. De nuevo el cruce de discursos de alto voltaje, evocación del "que se pudran en la cárcel", la denuncia de administración de una justicia del enemigo, una política penitenciaria revanchista, el rechazo frontal a homenajes y ongietorriak, la reivindicación fanática de los recibimientos jubilosos al familiar, al amigo, al vecino, la polémica estridente, los discursos incendiarios y la tensión que no acaba, con los presos como fondo.

Sin ningún apasionamiento partidario y sin más argumentos que el sentido común y el sentido de la justicia, hay que reconocer que la política penitenciaria española es profundamente injusta en relación a las personas presas por su vinculación a ETA o a la violencia callejera. Desaparecida hace una década la actividad de esa organización, la resistencia a aplicarles los principios legales de progresión de grado, aproximación a su entorno familiar y social y la atenuación de las condenas a los enfermos graves es puro ensañamiento impropio de una política penitenciaria por principio orientada a la rehabilitación.

No hay avances, o si los hay son mezquinos, en esa política penitenciaria. No le falta razón al Foro Social Permanente para proclamar su profunda desesperanza ante un cambio de esa política, ante el obstáculo insalvable del lobby que se opone visceralmente a cualquier desviación de esa línea dura, un auténtico y muy activo grupo de presión contrario a cualquier paso que suponga mitigar la situación de los comúnmente imputados "presos de ETA". Señala el Foro Social Permanente a "agentes políticos, asociativos, mediáticos, sectores de víctimas de ETA organizadas y sectores de la Fiscalía y la judicatura" como integrantes de ese grupo de presión. Y creo que en este caso el Foro no se equivoca.