Ya sea por su propia envergadura política, ya sea por la trascendencia mediática que le han dedicado y le dedicarán, puede afirmarse que el juicio que va a celebrarse contra los dirigentes del independentismo catalán a partir del próximo martes en el Tribunal Supremo va a ser uno de los acontecimientos políticos más relevantes desde el fin de la dictadura. Un juicio que, frente a la prepotencia de quienes lo han alentado y aplaudido, puede volverse en contra de un Estado por su dudosa calidad democrática, un Estado que castiga con penas elevadas el ejercicio de las libertades.

Es tan anormal que vaya a juzgarse a un colectivo de personas por su actuación política, que a quienes tenemos una edad nos recuerda -salvando las distancias y la violencia de los hechos juzgados- a aquel Proceso de Burgos que en 1970 dejó en evidencia ante el mundo la vergüenza de un régimen dictatorial. De aquel juicio salieron, por supuesto, penas de muerte, pero también salió muy mal parado el sistema político de la España de Franco. En este caso, el Tribunal Supremo va a juzgar a personas pacíficas y las va a juzgar por actos relacionados con las libertades políticas y la libertad de expresión. A diferencia de los juzgados en Burgos, estos reos son responsables políticos elegidos democráticamente que no hicieron otra cosa que cumplir sin violencia sus compromisos con quienes les eligieron, aunque ello implicase la desobediencia de la ley. Pero como en Burgos quedará en evidencia la falta de libertades democráticas en España.

Por más que desde el discurso político español amplificado por sus apéndices mediáticos pretendan disimularlo, el Supremo va a celebrar un juicio político para afrontar un problema político, y lo hace con peticiones fiscales desmesuradas. De nuevo la similitud con el Proceso de Burgos. Quienes decidieron derivar el conflicto político catalán hacia vías exclusivamente judiciales tenían un propósito, acabar con el nacionalismo en Catalunya, laminar cualquier reivindicación soberanista echando mano de la inflexibilidad de las leyes y de una magistratura deudora de favores prestados.

Todavía hay quien se escandaliza por “la deriva radical” de una sociedad catalana a la que se atribuía un equilibrio, una ponderación de acuerdo al proverbial seny, creando uno de los problemas políticos más graves desde el inicio de la supuesta democracia. Pero conviene no perder la perspectiva y retroceder al inicio del conflicto, a los cuatro millones de firmas que el PP de Rajoy recogió contra el Estatut de Catalunya aprobado por el Parlament y refrendado -previo cepillado- por las Cortes españolas. Un Tribunal Constitucional amaestrado se encargó de aceptar el recurso del PP y dejar el Estatut hecho unos zorros, tan adulterado que nunca sería aceptado por la mayoría catalana.

De ahí para adelante emergió furibundo el franquismo sociológico y medró el patrioterismo más casposo y agresivo, volvieron las viejas banderas y el soberanismo catalán quedó a merced de las leyes, de las porras, de la intolerancia y de la intoxicación. Se implantó la falta de diálogo para acorralar al enemigo que quería romper España y la persecución comprometió a todos los partidos españoles y a todas las instituciones estatales, incluido el rey. Los poderes del Estado son los que han llevado a estas personas primero a la cárcel y ahora al banquillo. En el estrado, unos jueces susceptibles de actuar a impulso político, y como componente ideológico de la acusación, la Abogacía del Estado y Vox; el Estado intransigente y el franquismo puro y duro. Sin complejos y a por ellos. Contra el diálogo y como estrategia fundamental, la crispación, los improperios, los insultos, la chulería y el toque a rebato para la concentración patriótica de autobús y bocadillo. Hoy en la Plaza de Colón bajo el banderón rojigualda, ayer en la Plaza de Oriente bajo el balcón del Caudillo. Como en Burgos.

No cabe duda de que los dirigentes catalanes acusados y acusadas, que desobedecieron unas leyes que les impedían cumplir sus compromisos electorales sin violencia, democráticamente, tienen todas las de perder porque los poderes del Estado van a ejercer su propósito de castigar al nacionalismo con el mayor rigor. El Estado español va a mostrar su peor cara ante la comunidad internacional que seguirá el juicio, un juicio político, y que tomará nota. Como en Burgos.

Pero lo más descorazonador es que semejante atropello no encuentre ninguna respuesta democrática en la sociedad, que no. haya una réplica adecuada ante el comportamiento de un Estado que ha puesto en marcha todos sus poderes para humillar a las personas juzgadas en juicio político.

Deprime que la izquierda española no reaccione democráticamente ante una ultraderecha crecida y bravucona que alienta a los jueces para que apliquen las más duras condenas contra los políticos nacionalistas catalanes.