E río un poco -con todo respeto- con la polémica sobre la última canción de Rosalía, a la que acusan de que no se le entiende la letra que canta. No es que me resulte gracioso que hayan descubierto esto en su tema más reciente -que también, después de malentenderla en los anteriores— sino por el hecho de que carguen contra la artista, exponente femenino del trap, en el que legiones de tipos malotes con gesto malencarado hacen lo mismo: cantar, o casi, sin que se les entienda. Y para eso se apoyan en una dicción afectada con acento forzado y una tecnología que distorsiona su voz en lugar de disfrazarla para mejor. Lo que me hace intuir que se trata de eso: de que la forma sea más importante que el fondo y de que el ritmo se imponga al mensaje, que solo llega a un público muy advertido pero que pone a mover las caderas a todo el que quiera ser parte de la tribu.

Me pasa lo mismo con el congreso de Sortu. Ahí todo el mundo conoce la música, que es reiterativa, monocorde y pone a saltar a los suyos pero difícilmente se entiende la letra, a la que falta mensaje coherente. En su descargo diré que han cumplido con una exigencia que se les hacía: dejar el zulo y entrar en la política desarmada.

Pero no se entiende que el emblema estratégico del nuevo tiempo -David Pla- huela a vieja ETA como no se entendía que la democracia chilena la pilotara Pinochet o que la descarbonización del planeta la apoyen los emires. La música suena, como siempre, a indenpendencia y socialismo. En este nuevo álbum de la izquierda abertzale no hay letras que acrediten cómo han hecho progresar la construcción nacional o la convivencia -desde luego no la paz, que llegó tras la derrota-. Los temas buscan que mueva las caderas al ritmo machacón quien quiera ser parte de la tribu, aunque los mensajes sean chirriantes. Para eso, lo mismo que Arkaitz Rodríguez valía Bad Bunny.