E nota en el ambiente que estamos en la antesala de la Navidad porque, añorando aquel anuncio de turrón, hay quien se empeña en que el exmonarca español tiene que volver a casa, como si la fuga de la justicia que viene protagonizando fuese en realidad un exilio.

Se me hace muy difícil calificar de emérito a Juan Carlos dos veces Borbón. Sé de la ponderación de su papel durante los años de la transición española que permitió recuperar la democracia y blanquear el franquismo pero, en conjunto, creo que la cualidad de emérito está vinculada a un mérito incuestionable, a un premio a una labor continuada y, en eso, se me cae el icono.

La campechanía no me parece suficiente activo porque gente afable se cruza uno a cada paso y también resulta más sencillo estar de buen rollo cuando a uno no le aprietan las facturas ni discute con su jefe ni le preocupa que la empresa zozobre y se quede con una mano delante y otra detrás.

Ya sé que no se sumó al golpe de estado que le propusieron, pero dicen de él que se ha sumado a casi todo lo demás, incluyendo el cobro de regalías, el guiño de más de una señora y más de dos o la caza gratuita de lo que se mueva, si es de gran tamaño y exótico, mejor -sería interesante conocer la huella de carbono acumulada por el Borbón en tantos años de viajes de placer y cual es el coste presupuestario global de su reinado-.

Cuando le ha tocado ser proactivo en la toma de decisiones como Jefe del Estado, la imagen con la que pasará a la historia será el "¿por qué no te callas?" a Hugo Chávez que diplomáticamente sirvió para barnizar la imagen de estadista de aquel autócrata que no lo merecía, aderezado por un par de "lo siento mucho, me he equivocado; no volverá a suceder". El emblema de la democracia española se refugia en una dictadura de oscuros vínculos familiares con el terrorismo. No para de acertar, el tío.