ACE apenas una década, el pulso por la sostenibilidad energética y ambiental se disputaba sobre la mesa de las energías renovables. Para llegar hasta ahí, había hecho falta un desarrollo lento y costoso de las tecnologías que debían permitir aprovechar los recursos naturales de un modo respetuoso. Esto implicaba -entonces y ahora- no quemar hidrocarburos. Eran los tiempos en los que la eólica era una energía que empezaba a competir en costes reales con el gas, alcanzando su eficiencia en no pocas ocasiones pero aún esporádicamente. Y eran tiempos en los que la gran esperanza de la solar estaba depositada en el desarrollo de su aplicación térmica, un paso más que la fotovoltaica.

Pero todas ellas chocaban con un pulso paralelo: el almacenamiento. Las energías renovables no eran almacenables y requerían consumirse de inmediato en el sistema eléctrico. No había excedente posible porque, sencillamente, si no había demanda, se desconectaban ya que era más barato e inmediato desenchufar un molino que una central nuclear.

En esta década se ha dado el gran salto tecnológico que está llamado a convertir la producción energética sostenible en una realidad ambientalmente respetuosa. Este periódico publicaba el pasado miércoles que el parque eólico del monte Oiz contará con la primera batería de Iberdrola de almacenaje de energía eólica. El camino será exponencial y llegarán los sistemas de almacenamiento por hidrógeno y un desarrollo de las baterías que podrá extraer el máximo potencial la apuesta renovable. En la primera década de este siglo, un informe de Greenpeace identificaba el potencial de esta energía en el Estado -eólica, solar, hidráulica, geotérmica, meremotriz- como capaz de cubrir el 100% de las necesidades. Entonces aún faltaba la pieza del almacenaje. Ahora, solo el impulso político y social.